Tótem y tabú*
En
un pasillo de la facultad, eran fechas de exámenes. Casi siempre llegaba con
una ansiedad increíble. Es algo que
seguimos trabajando con mi terapeuta. Mientras escribo estas líneas, voy
descubriendo algunas formas más de entender lo que me pasaba.
La
educación en mi familia, sobre todo la materna, es un tótem. Es fundamental
llegar a tener un título universitario. Forjado en el tótem, a fuego, figura el
mantra “Nos les voy a dejar nada más a
mis hijos que su educación”. Repetido hasta el hartazgo, cual ceremonia
religiosa, o a modo de meditación consciente. No hay forma que nadie en mi
familia lo desconozca.
El
tótem es nuestra marca, es nuestro emblema protector. Y su mantra fundamental
para entender lo que la educación formal universitaria significa. La educación
como forma de protegerse de lo que el mundo, como espacio incierto, caótico,
místico e inseguro representa. Creo que desde que tengo uso de razón, es que
escucho esta frase. La salvación es a través de ese tótem.
Tenía
sobre mis hombros, por así decirlo, una carga adicional. Llevaba a cada examen
toda esa mochila, que sin saberlo, me hacía sentir demasiada presión. No
alcazaba solo con leer todo lo que había que leer, ir a todas las clases
obligatorias y además las optativas. Las clases de consulta. Resúmenes, grupos
de estudio, bibliografía complementaria y adicional. Siempre tenía la sensación
que algo más debía hacer.
Había
elegido una carrera universitaria en la que podía aprender de todo. En general
todas las materias me gustaban. Así la elegí. Costo que la aceptaran porque no
era en ese momento de las tradicionales, tan aceptadas, diría por toda la
sociedad “bien”. Así que podría decir que estudiaba e iba con cierto
entusiasmo. Llega así el primer desafío fuerte. Me presento al primer final.
Iba
con muchos nervios. Con esa sensación que algo más faltaba. Sin desayunar nada.
Quizás había tomado unos mates. Día caluroso. Elijo una chomba y un pantalón
caquis, con unos zapatos náuticos. Estaba bien. Quería que todos los detalles
adicionales también estuvieran impecables.
Resulto
exitoso ese primer exámen. Y así continué. Cada vez que rendía, hacía el mismo
rito. Casi en ayunas. La misma ropa y zapatos. Nada librado al azar. Era una
ceremonia previa a lo que cada vez más consideraba un sacrificio en pos de
adorar al tótem.
Mucho
tiempo después, y luego de ir rindiendo sin irme mal en ningún exámen, salgo de
una mesa de una final. Esperando que me den la libreta con la nota y las firmas
correspondientes me quede en el pasillo fuera del aula en la Facultad. Se me
acerca una chica, a la que no tenía identificada de mis clases, que eran
siempre de noche. Me mira fijamente a los ojos, con una pequeña sonrisa. Y
abiertamente me dice: - “esa misma chomba
la usas en todos los exámenes, ¿no?”
Había
descubierto mi cábala, mi secreto, nadie sabía. Absolutamente nadie sabía eso.
Esa chomba al terminar de rendir, casi religiosamente volvía solo para ser
lavada y guardada en la cómoda. Primero en la pensión donde viví, y luego en la
cómoda que todavía me acompaña. Era para preservarla del desgate y de la
decoloración.
Ese
descubrimiento, hizo que mi ritual, pase a ser un tabú. No pude repetirlo de la
misma manera. Me generó un desequilibrio importante que me hayan descifrado
así, con ese desparpajo. Aún más porque no conocía a esa persona. Con qué
atrevimiento había corrido ese velo.
Quizás sea un caso digno para los discípulos de Freud, quizás es más para algún tipo de exorcismo. Lo que está claro es que ese episodio me puso frente a mis miedos y ansiedades. Y la chomba por las dudas espera en mi cómoda. No solo no la volví a usar. Sino que espera que rinda los últimos finales.
* Cuento escrito para el Segundo Mundial de Escritura organizado por Santiago Lach



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